miércoles, 15 de julio de 2009

Cristal de hielo (Capítulo 1)

Desde el mismo momento en que el matrimonio Santos de la Vega supieron que esperaban un bebe, todo cambio en sus vidas. Ansiaban este momento desde que se casaron, desde que se conocieron hace 8 años.

Gustavo Santos era hijo de un empresario y una amable ama de casa. Desde muy pequeño, había

visto a su padre y al hermano de éste, su tío Luis; llevar adelante la empresa familiar. En el testamento de ambos dejaban la empresa a nombre de sus respectivos hijos, Gustavo; y el hijo de Luis, Enrique. Los dos herederos tenían prácticamente la misma edad, así que entre los dos, estudiaron a fondo el funcionamiento de su futura empresa para cuando les tocara llevarla en sus manos.

Pasó el tiempo, y cuando los dos chicos tenían 21 años, Luis, el padre de Enrique cayó enfermo, y al poco tiempo de ingresar en el hospital murió. Cuando Pedro, padre de Gustavo, se vio con toda una empresa para él solo, decidió jubilarse y cederla a nombre de su hijo y su sobrino, como se tenia convenido.

Así que cuando Enrique y Gustavo tenían 22 años, ya tenían una empresa de la que cuidar y hacer prosperar. La empresa consistía en la producción y venta de vino, de gran importancia y fama en la ciudad. Desde hace varias generaciones, la familia Santos se había dedicado a esto, teniendo la cosecha de vid mejor de la zona, y reflejándose en las ventas de millones de ejemplares de vino al año.

Los actuales dueños de la empresa, ya que tenían los mismos conocimientos de la misma, decidieron no hacer como sus respectivos padres y no encargarse de una sola tarea de la empresa cada uno. Desde siempre, el padre de Gustavo se encargaba de vigilar y recolectar él mismo la uva para más adelante proceder a hacer el vino. Se encargaba de la parte más antigua de la empresa, donde empezó todo. Mientras tanto, el padre de Enrique se encargaba del envasado, la producción, la venta, las ganancias, las pérdidas...; la parte más técnica de cualquier empresa.

Pero en este caso, los dos chicos, sabiendo que sus padres habían confiado plenamente en ellos, y que los dos estaban seguros de conocer lo suficiente de los dos puestos que ocuparon los antiguos dueños de la bodega, decidieron repartirse las tareas, y cada cierto tiempo, se cambiarían los puestos.

De esta manera, pasaron los primeros dos años con los nuevos dueños, y se seguían manteniendo las mismas ganancias y beneficios, mientras que las pérdidas y gastos eran casi imperceptibles.


En el verano, cuando los dos chicos tenían 24 años, llegó a la zona de venta de la empresa un apuesto señor con una hermosa chica. Todos los obreros, tanto los que estaban en la zona de campo, como los que estaban en la zona de fábrica; se quedaron perplejos al ver la figura, la mirada, la vestimenta, la sonrisa...todo lo relacionado a esa bella mujer que acompañaba a aquel hombre.

Entraron en la tienda, y aunque daban la impresión de ser personas de un alto estatus social, sus caras, sus sonrisas amables, demostraban que eran personas de una simpleza y generosidad infinitas.

Por aquel entonces, era Gustavo quien estaba en la zona de venta y envasado, mientras que su primo Enrique estaba en la zona de cosecha. Acababa de hacer una venta para unos antiguos clientes, que siempre dejaban una buena propina además, cuando sonó la campanilla en el mostrador de que alguien había entrado en la tienda. Pensó que eran los clientes de antes, que se habían olvidado algo más que pedir, o algún pedido especial para la próxima vez que viniera; sin embargo, se encontró con esa pareja tan extraña, pero tan bella que podría dejar hipnotizado hasta al más frío de los hombres.

  • Buenos días, señor. - Dijo el hombre que acababa de llegar, mientras acompañaba esa frase con una amable sonrisa.

  • Buenos días, caballero. ¿En qué puedo servirle? - Dijo Gustavo, y mientras se lo decía al hombre, hizo una reverencia a la chica, que le contestó con una sincera y espontánea sonrisa.

  • Verá, nos acabamos de mudar a esta ciudad, y queremos hacer una fiesta para conocer a nuestros nuevos vecinos. Unos amigos de confianza me han recomendado venir a esta bodega, diciéndome que tiene el mejor vino de toda la ciudad. Quisiera comprobar si es cierto. - Y como muestra de que sabía que era cierto, pero que sólo quería gastarle una broma al joven, le guiñó un ojo.

  • Por supuesto, señor, pero antes si sois tan amables, acompañadme para mostraros nuestros mejores vinos, y si queréis, para catarlos. - Y con una sonrisa picarona, miró a la chica de reojo, pensando que ésta no se daría cuenta de ello.

Pero la chica fue más lista de lo que él pensaba y dijo:

  • No, gracias, no bebo alcohol.

El hombre que la acompañaba la miró con una sonrisa de oreja a oreja y le dijo:

  • Bueno, Irene, por un día no pasará nada, hace unos cuantos años que cumpliste la mayoría de edad. - Y miró a Gustavo con cara simpática, para que se riera de su broma él también. Gustavo contestó a eso con una tímida sonrisa.

  • No, papá, mejor no, prueba tú el vino y en la fiesta lo probaré yo. Si no es de gran agrado, yo no tendré culpa de nada. - Y rió de buena gana, enseñando unos hermosos dientes que dejaron

    durante unas pocas décimas de segundo a Gustavo sin respiración, sin palabras.

Entonces Gustavo se dio cuenta: eran padre e hija los que estaban detrás de él camino de la sala donde se cataba el vino. Era un padre con mucho sentido del humor, apuesto, y con muchas ganas de ver a su hija crecer; mientras que ella, Irene, era una chica inteligente, la más bella que él había visto en su vida, observadora, y muy prudente, por lo que había visto hasta ahora. Entendía que todo el mundo que los había visto entrar, incluido él, creyeran que el hombre y la chica eran pareja, marido y mujer, o simplemente amantes. Pero, para su sorpresa, eran padre e hija, y se estuvo riendo por dentro durante buen rato, no de la situación, sino de las malas jugadas que le hace pasar su mente de vez en cuando. Incluso se puede decir, que respiró satisfecho cuando supo que no eran pareja, que llevaban la misma sangre. Aunque no podía respirar tranquilo del todo, ya que no sabía si ella tendría pareja de todas formas, pero ese, por desgracia, no era su problema, aunque la había conocido hacía escasos cinco minutos y le entusiasmaba saberlo todo de ella.

Estaba pensando en esas cosas, con una sonrisa entre los dientes, cuando llegaron a la sala de la cata de vinos. Mientras el hombre le preguntaba acerca de los precios, el año de cosecha, preguntando cuál vendría mejor para carne o pescado; Gustavo miraba a Irene como intentando responder a las miles de preguntas que se le habían ocurrido y que no tenían respuesta para él. Pero lo que le dejaba más desconcertado era que ella también lo miraba con esa misma intención. Al final el hombre se decidió por un vino en concreto, uno de los mejores, y ya le había dicho el número de botellas que necesitaría. Cuando el hombre le preguntó si tenia que recogerlas él mismo o las llevaría alguien a su casa, Gustavo respondió:

  • Si usted quiere, puedo llevárselas junto con mi socio yo mismo, así no se tiene que desplazar de su casa y se queda terminando los preparativos de la fiesta.

No pensó lo que dijo, o si lo pensó, no se dio cuenta de que antes de decir eso, tendría que haberlo consultado con Enrique, que también formaba parte de su idea. Pero ya era tarde, y sólo estaba esperando la respuesta de aquel hombre, y que a Enrique no le importara demasiado cruzarse la ciudad en pleno verano sólo para poder ver durante unos escasos minutos a Irene, e incluso arriesgarse a no verla.

El hombre lo pensó con detenimiento, y aceptó la oferta. Todos se alegraron, incluso Gustavo pudo percibir una sonrisa escondida en los labios de Irene.

El hombre le dejó en un trozo de papel que encontró Gustavo el nombre y la dirección concreta de la casa, y le dijo que llevara el pedido el sábado por la mañana, ya que la fiesta era ese mismo día por la noche.

Cuando padre e hija se estaban alejando, después de despedirse hasta el sábado, Gustavo miró la tarjeta y leyó el nombre del padre de Irene: “Felipe de la Vega”.

Entonces, sin darse cuenta, mencionó el nombre de Irene:

  • Irene de la Vega. - Dijo, y una sonrisa se escapó de sus labios.

No se había percatado que Irene y su padre seguían en la tienda, estaban viendo un cartel colgado de la puerta donde se anunciaban las fiestas de la ciudad. Cuando Irene oyó su nombre, se giró y le dijo a Gustavo:

  • ¿Me llamaba?

Demasiado tarde para decir que no, pensó Gustavo, ya que él mismo notaba cómo se estaba empezando a sonrojar, sobretodo cuando notaba que le quemaba la nariz, eso era síntoma de que estaba demasiado sonrojado para decir que no había dicho nada. Entonces se armó de valor y le dijo:

  • No, sólo estaba viendo que su nombre es precioso, igual que usted, y que espero verla el sábado, aunque sea un momento.

  • Yo también lo espero, Gustavo, y tampoco está nada mal su nombre.

  • ¿Cómo sabe como me llamo? - Se sorprendió Gustavo.

  • El amigo de mi padre se lo dijo a él, y yo se lo pregunté en cuanto estábamos saliendo de la tienda. Y por favor, vamos a tutearnos, creo que a partir de este día nos veremos mucho.

Y con una sonrisa mutua, se despidieron hasta el sábado, sabiendo que en tan sólo cuatro días se iban a ver.

En cuanto la puerta se cerró, a Gustavo le seguían temblando las piernas, y sentía que su nariz estaba a punto de explotar.

Cuando llegó la hora de cerrar, Gustavo le comentó todo lo sucedido a Enrique, y de primeras, éste no estaba de acuerdo con lo que había planeado. Todos los sábados era su día libre, y este más próximo lo tenía que desperdiciar llevando botellas de vino a una fiesta que ni siquiera él asistiría, gastando gasolina de su propio coche. Entonces Gustavo, desesperado, le dijo:

  • De acuerdo, tienes razón. Si quieres, yo te pago la gasolina, y consigo que nos dejen asistir a la fiesta.

  • ¿Y cómo vas a hacer eso?

  • Muy fácil, tú dejame ir contigo a llevar el pedido, y verás que el sábado por la noche estamos bebiendo nuestro propio vino y cenando gratis.

Las palabras “sábado por la noche”, “vino” y “cena gratis” fueron suficientes para convencer a Enrique.


Ese mismo sábado se fueron a llevar el pedido a casa de Felipe de la Vega. Cuando llegaron a la dirección que el mismo de la Vega le había dado, se dieron cuenta de que esa familia se habían mudado a la mejor casa de la ciudad. No era demasiado grande, ni demasiado voluminosa, pero sólo ver el jardín que tenía, las flores, una piscina no muy grande pero lo suficiente para lucir en una casa... hicieron que todo aquel que pasaba por esa calle desde que se mudaron los de la Vega se quedaran mirando perplejos esa estancia que parecía el mismo Edén.

Llamaron al timbre y un hombre muy bien uniformado de mayordomo salio a la puerta a recibirles:

  • ¿Les puedo servir en algo?

  • Bueno días, señor, venimos de la bodega Santos e hijos, y traíamos el pedido para el señor de la Vega. - Dijo Gustavo con un nudo en la garganta, y eso que todavía no llevaba la corbata.

  • Ahh, muy bien, pasen, enseguida viene el señor de la Vega y les atienden.

Entraron a la zona de jardín con las cajas, que tenían que llevarlas en dos viajes desde el coche hasta la entrada, y cuando acabaron, entraron en la casa.

Estaba ya todo decorado para la fiesta. Justo enfrente de la puerta de entrada a la casa, unas escaleras subían a la parte de arriba. A la izquierda de la entrada estaba la sala de estar, y se suponía que también sería la recepción con los invitados. A la derecha de la entrada, el gran comedor, donde una gran mesa se hacía notar en esa amplia habitación.

Estaban los dos primos mirando el lugar como si estuvieran en el cielo, no se atrevían a dar un paso más por si al darlo, todo fuera un sueño y se esfumara. Porque aunque ellos no eran pobres, ni pasaban hambre, ninguno de los dos tenían una casa como esa, ni creían que la llegaran a tener nunca. De la zona de la sala de estar apareció Felipe de la Vega, con una amplia sonrisa, como siempre.

  • Bueno días, Gustavo, veo que es usted muy puntual.

  • Así es señor, le traigo su pedido.

  • Veo que vienes acompañado.

  • Sí, es Enrique, mi primo y socio de la empresa junto conmigo.

  • Mucho gusto en conocerle, señor Santos, por fin tengo el honor de conocer a los dos jóvenes dueños de la empresa a la que tanto he oído hablar.

Los dos se dieron la mano fuertemente en señal de saludo, y mientras hablaban del vino escogido, de las cosechas del año, de la fiesta y de muchas cosas más, Gustavo sólo pensaba en Irene, en dónde estaría esa hermosa chica y si ella querría saludarle si lo viera, después de la pequeña conversación que habían tenido en su tienda cuatro días antes.

Y estaba pensando en eso, cuando escuchó unas risas que provenían de arriba, y que parecían que iban a bajar por la escalera, enfrente de él.

Y allí estaba, Irene, con otras dos chicas más, hablando animadamente, riéndose de algo que les había contado Irene. Gustavo se dio cuenta de que a las otras dos chicas las conocía de verlas por la zona; se percató de que serían vecinas suyas, y estarían invitadas a la fiesta.

Las otras dos chicas que acompañaban a Irene saludaron a Gustavo, e Irene las miró, ya que no sabía que las conocía. Bajaron las escaleras y se acercaron a la puerta para salir al jardín. Las dos chicas salieron, pero Irene se quedó dentro y se acercó a Gustavo.

  • Buenos días Gustavo, espero que no haya hecho demasiado calor para venir a traer a mi padre el pedido.

  • Buenos días Irene, y no te preocupes, merece la pena pasar un poco de calor de vez cuando.

  • ¿Merece la pena? Ahh, claro, lo dices por el dinero que luego te pagará mi padre. - Aunque una sonrisa burlona apareció en su cara.

  • Bueno, en parte es cierto, este es mi trabajo, pero no es trabajo de mi primo ni mio traerlo necesariamente a casa del cliente.

  • Entonces, ¿por qué lo haces?

  • En parte, porque hoy es nuestro día libre y prefiero estar haciendo algo de provecho que estar en casa sin hacer nada. Por otro lado, tú misma me dijiste que nos veríamos más a menudo, así que yo mismo quería comprobar si era cierto o no.

Sonrieron mutuamente, y pareció que se leyeron la mente, porque inmediatamente se acercó a su padre y le dijo:

  • Papá, estaba pensando si podrías invitar a la fiesta a Gustavo y a su primo, ya que si tenemos vino para toda la noche, se lo debemos a ellos porque además del servicio tan amble que nos hizo Gustavo el otro día, han venido en su día libre a traernos el pedido.

El padre miró a los dos chicos, y luego a su hija, y aceptó la propuesta de Irene.

Esa misma noche, Gustavo y Enrique se pusieron sus mejores galas y se dirigieron a la fiesta de los de la Vega.

Allí conocieron a muchas personas de alto estatus social, como los dueños de esa casa, a la madre de Irene, Lola, y vieron a muchos conocidos que se extrañaron de ver a los dos empresarios en esa fiesta.

Pero lo más esperado de la noche para Gustavo, lo que siempre recordaría durante toda su vida, fue cuando vio aparecer a Irene. Iba con un vestido de color vino, lo había hecho a conciencia, sabiendo que Gustavo estaría allí.

Estuvieron hablando toda la noche, cenaron uno enfrente del otro, y cuando llegó la hora del baile bailaron hasta que se cansaron. Mientras todos los demás conversaban, tomaban alguna copa, entre ellos los dueños de la casa y el propio Enrique, Gustavo e Irene se fueron al jardín para conversar tranquilamente.

  • Entonces ya conoces a mucha gente de la fiesta. - Dijo Irene.

  • Conozco a todo aquel que en algún momento ha venido a mi bodega.

  • Ahh, pensaba que esas dos chicas que saludaste esta mañana, eran amigas tuyas, ya me entiendes.

  • ¿Pensabas eso de mí? - Y se echó a reír.

Irene sólo se sonrojó.

Estuvieron hablando hasta que Enrique salio de la casa con una gran borrachera, menos mal que le tocaba conducir era a Gustavo. Entonces Gustavo se despidió del matrimonio de la Vega, les agradeció que los hubiera invitado, y les dijo que en cuanto quisieran, fueran otra vez a la bodega para ofrecerle otro de sus mejores vinos.

Cuando se despidió de Irene, los dos sabían que algo se quedaba en esa fiesta, que algo de sí mismo se lo llevaba el otro. Así que desde ese mismo día, Gustavo e Irene se vieron todos los días durante mas de siete años, se enamoraron como nunca se habían enamorado hasta entonces.

Y el día en que cumplían ocho años de relación, Gustavo le pidió que se casara con él. Y ella aceptó.

A los cinco meses, tuvieron la boda, una ceremonia demasiado bonita para ser cierta, un banquete en casa de los de la Vega, y por supuesto, con vino de “Santos e hijos”.

Una luna de miel en Milán, mientras que Enrique terminaba los preparativos para la nueva casa de Gustavo e Irene.

Cuando el matrimonio llegó a las dos semanas, vieron su casa terminada, y sus vidas nuevas, empezaban también.

A los pocos meses de casarse, Irene vino con la gran noticia a casa de sus padres, junto con su marido: esperaban un hijo.

Pero ahora llegaba lo peor, lo que a toda pareja primeriza le ocurre: buscar el nombre perfecto para el primogénito.


De vuelta a la realidad...

Es verdad, lo reconozco, he estado demasiado tiempo sin dar señales de vida, y lo reconozco, he estado algún tiempo sin actualizar el blog por pereza, porque no tenía nada interesado que contar...
Pero ahora, que estoy en León de vacaciones, y que me quedan pocos días para volver a casa, he estado pensando algo nuevo que hacer en el blog, a ver qué os parece:
Estoy escribiendo una historia, la cual el título es el mismo que el del blog "Crystal de hielo".
Tengo el primer capítulo terminado, asi ke después de escribir esta entrada, lo pondré tambien para que lo leais. Y la novedad es que en los comentarios de esa entrada, me podeis dar ideas para continuarla, así os sentís un poco más implicados en la historia, y en el blog.
Yo os pongo el primer capítulo, a ver qué os parece. Un beso, y siento haber desaparecido tanto tiempo... Sed felices, y pasadlo bien.